lunes, 29 de marzo de 2010

I

A veces las historias tardan demasiado tiempo en ser contadas.
Alex me contó la suya hace 5 años. Y los acontecimientos que en ella se relatan tienen casi 30.
Ha sido necesario todo ese tiempo, y la ayuda de unos cuantos amigos, para que por fin pueda conocerla todo el mundo.
Sin embargo, no hay duda de que la historia no hubiera sido la misma si la hubiéramos contado antes.
Es probable que ahora, y solo ahora, estemos preparados para hacerlo.

Gracias a José María Cobián, Jaime Cobián, Roberto Sterner, Andrés Cabanes, Lorena Puerto, Ana Franco, María Luisa Moreno, Ana Gómez, Beatriz Gómez, Carlos Moreno y Miguel del Río, por ayudarnos a contarla.

Sin vosotros, no nos habríamos atrevido.

II

Arturo era un tipo inolvidable, no hay duda (y sí, ése es su verdadero nombre; en esta historia no hay inocentes a los que proteger). Le conocí en una soirée de un amigo común o, mejor dicho, un conocido que decoraba sus famosas fiestas con nuestra particular forma de decadencia. El anfitrión era un fotógrafo de éxito – bastante bueno, a pesar de ello – que ya había empezado a dejar de lado su vocación; claramente, le estorbaba en su particular descenso a los infiernos, tan excesivo y estridente como los invitados de aquella fiesta. Huyendo de una ex un tanto obsesiva que se tambaleaba por la casa fui a dar con un grupo muy animado, totalmente cautivado por un individuo bajito y fibroso que se retorcía de placer en medio de toda aquella adulación. Arturo era uno de esos seres hiperactivos y llenos de verborrea imposibles de ignorar, una versión narcisista e infantil de aquel Neal Cassady que compartiera parrandas y poesía con mis queridos beatniks. Nuestro Arturo era mucho menos espiritual, pero poseía como aquel la capacidad de galvanizar la atención de todo aquel que le escuchara y transportarle, con una claridad absoluta, al escenario de cualquiera de sus fantasías. Cuando yo me uní al grupo, sin embargo, reinaba un silencio absoluto, una atención casi religiosa ante lo que contaba aquel fantoche colocado.

Arturo aseguraba haberle ganado una apuesta al diablo.

Ante un titular así era difícil darse media vuelta, así que me quedé a escuchar aquella historia de azar y muerte. No voy a repetir lo que oí, por motivos que quedarán claros más adelante, pero lo que recuerdo de aquel episodio, además del relato espeluznante que Arturo nos hizo de su presunta aventura, es el cinismo con el que tuve el mal gusto de reaccionar. Mientras el resto de los asistentes se agolpaba para abrazarle y mostrarle su admiración, yo me dediqué a desmontar aquella fantasía truculenta que nos acababa de relatar. Mi condición de periodista avezado no me permitía dar crédito a aquella historia ni, obviamente, dejar a aquel individuo grotesco y su cohorte de seguidores borrachos en paz, así que procedí a enemistarme con todos ellos con mi brillante análisis. Los acólitos de Arturo me ignoraron, ofendidos, pero a él debí herirle en lo que le quedaba de orgullo, porque no me olvidó…

Muchos años más tarde; muchos acontecimientos entre medias. Todos malos. Mi amigo el fotógrafo, que ya no era ninguna de las dos cosas desde hacía mucho, me llamó para que me acercara a verle a la pensión en la que dormía. Tenía algo para mí. No me apetecía nada reencontrarme con él pero, movido por el cariño que una vez le profesé, dejé lo que tenía entre manos y salí de mi estudio en una tarde lluviosa y fría. Cuando llegué a la dirección que me había dado, en pleno distrito rojo, me sorprendió la miseria en la que vivía. Apenas una cama, una mesita y una pequeña televisión cubierta de polvo. En las paredes, algunas de sus fotos más bellas, todas de calles y plazas vacías. No perdimos el tiempo poniéndonos al día de nuestras vidas. La suya tocaba a su fin y la mía no le interesaba lo más mínimo, así que le pregunté sin más qué era lo que tenía para mí. Él se sentó en la cama y me ofreció un vaso sucio con un dedo de ginebra. Entendí que estaba de humor para agasajarme, así que me senté a su lado.

Yo me había marchado a Nueva York en el ochenta y siete, persiguiendo a una mujer que no me quería y la promesa de una carrera que nunca se materializó. Pero aquella huida hacia adelante me salvó la vida porque, de haberme quedado, ahora sería otro muerto viviente en otro cuartucho, un esclavo más de alguna adicción implacable buscando en la niebla de su memoria abrasada imágenes y sensaciones perdidas años atrás. Mi amigo el fotógrafo sí se quedó, y cumplió con total entrega el ritual de autodestrucción que otros habían creado meticulosamente para él y para sí mismos. Un miembro más de una generación de lemmings cuyo único legado fue un suicidio colectivo en colores chillones…

Sentados en su cama me explicó que, hacía algo más de un año, había visitado a una antigua amante, una de las pocas mujeres que le había importado. Ella también estaba en horas bajas y tenía que abandonar su piso y malvender sus pertenencias. Al empaquetarlas, encontró una vieja cinta de vídeo de su hermano Arturo, envuelta en papel de regalo y con una pequeña tarjeta a mi nombre. Sí, mi nombre. Ella, que había aprendido a no inmiscuirse en la vida de su hermano, desaparecido tres años antes, se limitó a intentar encontrar al destinatario del paquete, para lo que recurrió a su antiguo amante y camello. Y así llegó a mis manos la película, por llamarla de alguna forma, que ahora iba a ver en aquel cuarto claustrofóbico. Mi antiguo amigo ya lo había hecho varias veces y, sin más explicación, metió la cinta en el vídeo y encendió el televisor.

Siempre es extraño recordar repentinamente un sueño olvidado hace años, pero mucho más extraño fue ver, en una pequeña pantalla mugrosa, un recuerdo que ni siquiera era consciente de poseer. En aquella cinta estaba grabado, con una precisión milimétrica, cada detalle de una historia que escuché, veinte años antes, en una fiesta en casa de un amigo fotógrafo.

III